Demasiado zorra para ser una víctima.

27-mayo-2019


Ilustración de Teresa Cano para Vice España - Ilustración de Teresa Cano para Vice España


Artículo publicado originalmente en Vice España.

Virginie Despentes titula el tercer capítulo de su libro, La Teoría King Kong, «Imposible violar a una mujer tan viciosa». Esta es la clave de mucho de lo que tiene que ver con las violencias sexuales en general y con el mundo del ocio nocturno en concreto. Virginie relata una violación vivida en primera persona cuando ella y su amiga se montan en un coche haciendo autoestop para llegar a un concierto en París: “Mientras ocurre ellos hacen como si no supieran exactamente qué está pasando. Como llevamos minifalda, como tenemos una el pelo verde y la otra naranja, sin duda, follamos como perras”.

Cuando eres una persona socializada como mujer y empiezas a salir de noche, consciente o inconscientemente aprendes una serie de códigos que tienen que ver con sentirte segura. Aprendes que, cuando pasas delante de un grupo de tíos, es mejor poner cara de rancia para que no te digan nada, que si aceptas copas o drogas de según qué muchachitos, pueden venir seguidas de peticiones o exigencias del tipo que me des un beso, que me sonrías o que me comas la polla; aprendes formas de soportar las miradas insistentes y los reclamos soeces, aprendes que hay hombres que pueden interrumpir tu noche para preguntarte, una y mil veces, si estudias o trabajas y que si les contestas de manera firme en lugar de seguirles el rollo te van a llamar fea, borde o estrecha.

Así, al final, acabas por limitar tus movimientos, en mayor o menor medida, para que no te den la chapa o para proteger tu integridad. Tal y como afirma la periodista Susan Brownmiller, “las violencias sexuales suponen una amenaza sobre la que se articula un mecanismo de control de las mujeres: el miedo a ser violadas limita su autonomía y libertad sexual”.

Con este pack de códigos, las mujeres aprendemos también su contrapartida, cuya “lógica” perversa sería la siguiente: si te saltas el código y te pasa algo, la culpa es tuya por no protegerte. Así, en nuestro cerebro queda impreso que si estás borracha, la culpa de lo que pase es tuya; que si te estás poniendo hasta el culo de drogas y algún tío se sobrepasa, la culpa, por supuesto, es tuya; aprendemos que si vamos vestidas como “guarras”, culpita tuya lo que pase; que si te vas a casa de un chiquillo a las siete de la mañana es para follar y si eso no es lo que tú tenías en la cabeza ¿para qué vas? Aprendemos que, según cómo gestionemos nuestros placeres, quizá seamos demasiado zorras como para que lo nuestro pueda ser considerado violencia sexual.

De esto nos habla Ana Burgos, antropóloga, comunicadora social y coordinadora del Observatorio Noctámbul@s, que aborda la relación entre el consumo de drogas y las violencias sexuales en contextos de ocio nocturno y que acaba de publicar su quinto informe anual: “El ocio nocturno es un espacio paradigmático en el ejercicio de la violencia. Es así por diferentes motivos, uno de ellos es que este tipo de ocio se caracteriza por el consumo de alcohol y otro tipo de drogas, pero hay una lectura desigual del uso de estas en función del género. Es decir, los chicos consumen pero se les exime de su responsabilidad: ‘él no sabía lo que hacía’, ‘estaba borracho’, ‘estas cosas pasan’, etc; cuando son las chicas las que consumen, se las suele culpabilizar: ‘ha consumido demasiado’, ‘se lo estaba buscando’, etc. Esto tiene que ver con el mandato de género que insta a las mujeres a no consumir, a ser cuidadosas todo el tiempo, a no transgredir normas y a no asumir riesgos. Asumir riesgos y gestionar placeres es algo asociado a lo masculino. Cuando una mujer consume alcohol u otras sustancias no solo está transgrediendo las normas sociales, en caso de un consumo problemático, o las normas legales, en caso de consumo de sustancias ilegales, sino también las normas de género. Sufre una penalización extra”.

En esta línea del castigo por doble partida, Alba, de 35 años, cuenta: “Estaba con un montón de amigos en un bar al que íbamos habitualmente. Era un bar de noche, de bailar. Yo hacía tres meses que había llegado nueva a la ciudad y parece que aún no conocía muy bien cómo iba la historia. Había por allí un tío que me gustaba. En un momento dado lo miré de reojo y él se dio cuenta del asunto. Se acercó a mí, empezamos a hablar y me propuso que fuéramos al baño a meternos una raya. Acepté encantada porque me apetecía muchísimo drogarme y ninguno de mis amigos lo hacía. Además, él me ponía bastante. Cuando llegamos al baño, cerró la puerta y sin mediar palabra me empujó contra la pared. Con una mano me sujetaba el pecho para que no pudiera moverme y con la otra me desabrochaba los pantalones. Me metió la mano dentro de las bragas y la lengua hasta el fondo de la garganta. Yo me quedé paralizada y para cuando reaccioné todo aquello ya estaba pasando. No sé muy bien cómo conseguí quitármelo de encima y salir corriendo del baño con los pantalones aún desabrochados. Se lo conté a mis amigos bastante nerviosa y cabreada pero ellos se rieron de mí, me dijeron que era el camello oficial del bar, hacía eso noche sí, noche también. Insinuaron que qué esperaba, si me movía con ese tipo de gente no me podía pasar nada bueno. Yo por un lado me lo creí y una parte de mí se sintió una yonki y una ingenua. En aquel momento pensé que quizá era cierto, que me había comportado como una gilipollas y que mis ansias de drogarme me habían llevado a aquella situación. No fue hasta mucho tiempo después que pude ver que el hecho de ir con él al cuarto de baño a meterme una raya lo único que debería implicar era que nos íbamos a meter una raya. Vamos, igual que si yo fuera un tío”.

Este planteamiento de culparnos por zorras libertinas y no reconocernos como víctimas establece una clara jerarquía entre las mujeres que sufren violencia sexual. Las que han sido intoxicadas contra su voluntad versus las que iban colocadas como piojos por voluntad propia, las que van con ropa recatada contra las que van vestidas como perras. Las que bailan tranquilitas contra las que bailan como gatas en celo. Las primeras serían percibidas como las verdaderas víctimas, a las que la violencia ha pillado de sopetón y por mucho que han intentado protegerse no lo han conseguido; las segundas son percibidas, desde muchos frentes, como si lo fueran buscando, demasiado viciosas, demasiado guarras para ser víctimas reales de abuso.

Es de recibo plasmar aquí que el 98 por ciento de mujeres que participaron en el estudio del Observatorio Noctámbul@s declararon haber vivido algún tipo de violencia sexual en entornos de ocio nocturno. Los más habituales son comentarios sexuales incómodos (98 por ciento), seguidos de insistencias ante una negativa (87 por ciento), los tocamientos no consentidos (81,4 por ciento) y acorralamientos (44,7 por ciento). Estas cifras ponen de manifiesto la normalidad con la que las mujeres tenemos que vivir este calvario cuando estamos en nuestro momento de pasarlo bien. Lo verdaderamente asombroso es ¿cómo coño hacemos para pasarlo bien en medio de este percal? Aquí no hay víctimas de primera y víctimas de segunda porque prácticamente la totalidad de las mujeres que salen de noche han experimentado este tipo de conductas abusivas.

Pero no quedan lejos los mensajes de prevención basados en el mito de que el consumo vuelve a la mujer presa fácil. De nuevo la responsabilidad recae sobre nosotras y no sobre los agresores, ni sobre el contexto de desigualdad en el que ocurren. Además, ese león del que somos presa fácil, por lo general, es amigo nuestro. Según los datos del informe nuestro depredador suele ser alguien con quien previamente hemos interactuado; en una fiesta, chicos con los que se han mantenido relaciones sexuales consentidas previamente, pareja, etc. La fiera es amiga nuestra y nosotras somos una chuleta fresca para él: Si nos acercamos demasiado, ¿qué esperamos que ocurra?

La siguiente chica, a la que llamaremos Sonia*, conocía a sus agresores. Los había visto mil veces en las fiestas a las que solía acudir, eran amigos de sus amigos y organizaban fiestas conjuntas: “Esa noche me quedé sola con ellos, no eran mi grupo habitual pero les conocía y llevaba horas para arriba y para abajo, bailando, bebiendo y pasándolo de puta madre. Cuando cerró el bar donde estábamos fuimos al coche de uno de ellos para irnos a un after que está en un polígono a las afueras de la ciudad. Me dijeron que si quería una raya de speed y acepté. No era la primera raya que me metía esa noche, habíamos ido juntos al baño unas cuantas veces, sobre todo con dos de ellos. Pero en cuanto me la metí supe que algo raro pasaba, no sabía a speed. Les pregunté y me dijeron que quizá se habían equivocado y que podía ser ketamina. Yo había probado la ketamina muchas veces y sabía que si esa raya tan grande era de keta seguramente me iba a desmayar. Intenté sonarme la nariz pero fue demasiado tarde. Me acuerdo de poco: me rompieron las medias, me bajaron las bragas y empezaron a meterme mano a lo bestia. No sé cómo pero me hicieron sangre; recuerdo ver bastante sangre en las manos de uno y oírle decir: ‘qué asco’, tras lo que abrió la puerta y me tiró a la puta calle con las medias rotas, las bragas por las rodillas y la falda llena de sangre. Gracias a que me tiraron también la riñonera pude llamar a un taxi que miró me con cara de asco y me preguntó si quería que fuéramos a un hospital. Le dije que no, que quería irme a mi casa. Una vez allí pensé: esta vez la has cagado a lo grande; esto no se lo puedes contar a nadie. Nunca denuncié y no fue hasta años después que pude hablarlo; contarlo”.

Esta cruz de ser demasiado zorra para ser una víctima se nos echa encima con mucha facilidad, también cuando denunciamos, lo que lo hace aún más difícil. Cuando vas a poner una denuncia a la policía por una agresión ocurrida durante la noche en un entorno de ocio te pueden preguntar cosas como qué llevabas puesto o cuánto habías bebido. María cuenta: “Yo estaba borracha, venía de pasar toda la tarde y parte de la noche bebiendo cañas con mis compañeros de trabajo. Uno de ellos, con el que mejor me llevaba, se vino conmigo a casa porque íbamos a ver una peli y a fumarnos unos porros. Pero él entendió que ir a casa de una compañera a fumar porros y ver una película después de estar de marcha era una invitación a que podía hacer lo que quisiera con mi cuerpo. Claro que iba borracha, y además era verano y en cuanto llegué a casa me quité el sujetador que me estaba matando de calor. Pero, ¿qué más da todo eso? Cuando fui a la policía a denunciar dos días después me preguntaron cuánto había bebido y si llevaba la ropa puesta cuando nos pusimos a ver la película. ¿Es que acaso piensan que se puede justificar lo que me hizo por lo que llevaba o no llevaba puesto o la borrachera que yo llevaba?”.

Gracias a Dios, también conocido como feminismo, las viciosas de toda la vida vamos entendiendo que el violador no es, necesariamente, un ser oscuro que nos acecha tras las esquinas, que la mayoría de las veces se trata más bien de un monstruo conocido. Gracias al cambio de dirección de los tiempos estamos comenzando a librarnos de la carga de culpa que supone no alcanzar una imagen de pureza, tener una reputación suficientemente perfecta, que nos avale como víctimas de violencia sexual. Entendemos, por fin, que lo que sustenta estas dinámicas perversas no es nuestra ropa, nuestras ganas de disfrutar, de colocarnos o nuestra forma de bailar. Lo que sustenta estas dinámicas es un sistema desigual que quiere privarnos a las personas socializadas como mujeres de disfrutar del espacio público en libertad.

Zorras y mojigatas, es el momento de que todas, de la mano, salgamos del armario de la víctima perfecta.


Compartir: