Pasamos demasiadas horas en conversaciones largas y tediosas con nosotros mismos intentando encontrar el camino que nos conduzca a conocer nuestra verdadera identidad.
Es cierto que vivimos en una sociedad exigente y competitiva y que en este momento esas exigencias pasan también por realizar un trabajo de crecimiento personal: “saber quiénes somos y hacia dónde vamos”. Pero por lo que observo en mi realidad como terapeuta y como persona esta demanda de trabajo y crecimiento personal está muy relacionada con la aspiración a un ideal que la mayoría de las veces poco tiene que ver con lo que somos.
La vida productiva, esa vida.
Hay muchos factores que influyen a la hora de dirigirnos a ser quien creemos que debemos ser en lugar de aceptar lo que somos. La aspiración desmesurada al éxito y lo que entendemos por triunfo en esta sociedad, la necesidad de pertenencia al grupo y todas esas cosas que hemos oído en demasiadas ocasiones, provocan una sutil pero continua sensación de presión. Desde que somos pequeños trabajamos para que todos nuestros esfuerzos sean productivos, dejando de lado toda la parte del proceso, o lo que ese “hacer” pueda significar para nuestra idiosincrasia.
Esto provoca que la educación cada vez esté más centrada en un academicismo ridículo. Hablamos de niños que soportan 6 horas de clase en el colegio o instituto, horas de deberes en casa más actividades extra escolares por la tarde, todo esto corriendo tras el espejismo de unos buenos resultados. Por que hoy en día los chavales y chavalas deben destacar: vivimos en un mundo en el que los trabajadores están cada vez más “preparados”. Es por esto y por otros factores que crecemos pendientes de unos resultados, de una evaluación que nos permitirá ser alguien en el futuro. Eso hace mella.
Si nos detenemos en el género tenemos otro foco de infección en relación a cómo deben ser las personas. Las mujeres hoy en día debemos tener vagina, estar empoderadas, ser valientes y luchadoras pero no lo suficiente como para incomodar al género opuesto. Debemos ir siempre monas, pero no tanto como para que los demás piensen que le dedicamos mucho tiempo a nuestra imagen porque eso es frívolo. Los hombres deben tener pene, ser sensibles pero no tanto como para no proteger a las mujeres de su alrededor… Mira, un verdadero coñazo.
Con las ideologías pasa lo mismo: si tu entorno es de izquierdas, cuídate muy mucho de decir que te parece bien algo que hizo alguien a quien se supone de derechas y viceversa. Si eres feminista y te descubres en actitudes machistas, lo guardas en secreto porque eso no va contigo. Si eres feminista prosex y te sorprendes comprendiendo el argumento de alguna feminista abolicionista, te sientes incluso culpable.
Así podría seguir hasta el infinito. Lo que quiero subrayar con estos ejemplos es que nos agarramos a un ideal identitario y corremos locamente hacia él pensando que cuando lo alcancemos todos nuestros problemas van a estar solucionados, habremos llegado a la cima.
El ombliguismo
Pues no, nada más lejos de la realidad. Cuando nuestra atención está puesta en ese ideal, acabamos obsesionados con nosotros mismos. Haremos malabarismos para que éste case con lo que somos, lo cual es sencillamente imposible por lo que incurriremos en un gasto de recursos intelectuales y energéticos demoledor. Vivir pendiente de la imagen que nos damos a nosotros y a los demás hace que nuestro deseo quede en un plano secundario para finalmente relegarlo al ostracismo.
Está muy de moda subirse al carro de un montón de nuevas terapias y técnicas para conocerse, para conectar con nuestro potencial, creatividad, nuestra feminidad, etc. para intentar ser mejores según el ideal que marca la sociedad capitalista y de consumo, al fin y al cabo. Esto es un pozo sin fondo, señoras. ¿Por qué? Porque poco tiene que ver con lo que realmente somos y podemos pasar toda la vida en la búsqueda de algo que no existe.
Cuento todo esto para concluir que sí, que es cierto que la sociedad nos exige, pero que si hablamos de demandas desmesuradas los peores dictadores somos nosotros mismos.
¿Existe la identidad?
Aquí lo que de verdad importa es el conocimiento respetuoso de lo que somos, que por supuesto no es algo estático, y fluctúa a lo largo de los años. Dejando a un lado la pregunta de si existe una verdadera identidad que nos configura como personas, lo que prevalece es el conocimiento de lo que nos gusta de nuestra forma de ser y lo que no. De las partes de nosotros mismos que casan con el ideal establecido y de las que no. De nuestras luces y nuestras sombras.
¿Conocernos para qué?
¿Y por qué es tan importante conocerse? Porque cuando nos conocemos no nos exigimos más allá de lo que podemos dar y no nos castigamos por no llegar a sitios a los que no queremos llegar. Le hacemos un hueco a la diferencia, a la diversidad, le damos una connotación enriquecedora.
Cuando empezamos a conectar con lo que somos y lo que necesitamos, dejamos de preguntarnos: ¿Qué haría Pepita, a la que tanto admiro en mi lugar? ¿qué pensarían mis padres? ¿qué dirían mis profesores? ¿y mis compañeros? ¿cuántos likes tendría esto en Facebook? Dejar de hacerse estas preguntas nos permite preguntarnos: ¿Qué es lo que voy a sentir haciendo esto? o ¿dónde me va a llevar tomar este camino? De alguna forma nos olvidamos de nuestra imagen centrándonos preferentemente en lo que nos produce la vida al vivirla. Se trata de dejar paso a nuestro deseo como destreza, y como es una destreza hay que practicar; así que sí, mala noticia, hay que trabajar.
Conocernos nos permite cuidarnos y darnos según nuestras posibilidades y necesidades. En estas condiciones el crecimiento es mayor y más saludable ya que podemos reapropiarnos de la realidad haciendo de ella algo adecuado para nuestra vida. De otra manera es como si intentáramos alimentar a un orangután con alpiste para pájaros.