Facebook me acaba de recordar una foto de hace unos años en la que salía con un grupo de personas que me observaban con una cara que iba desde el descojono hasta la incomodidad. No tengo ni pajolera idea de qué es lo que les estaba contando pero puedo asegurar que por muchas risas que produjera mi historieta la sensación que vivían mis carnes era la de estar ahogándome en el fango. Dios mío, qué desgraciada era y qué poco se me notaba. No recuerdo época en la que tuviera más porción de cachondeo diario, más actividad en la barra del bar y más necesidad de atención que cuando tenía el alma negra.
A lo largo de los años me he dado cuenta de que no soy la única. Somos legión los que hemos utilizado y utilizamos el humor y el desenfreno porque no sabemos qué coño hacer con la bajona. En aquel momento esto de ser una horda yo no lo sabía y vivía el malestar como una enfermedad deleznable y contagiosa que tenía que esconder para que alguien me incluyera en sus planes. Por eso hacía cualquier cosa menos decir que estaba hecha un zarrio.
Algo parecido vivía Marco, actor y artista performer de 33 años: “Para mí negar el malestar a base de humor ha llegado a ser un problema porque no me daba cuenta de que lo hacía y me sentía culpable cuando no estaba a tope, cuando no era el rey de la pista. Mi papel en la vida era divertir a la gente y me sentía como una mierda cuando no lo conseguía. Era tan exagerado que a veces acababa con la sensación de ser el bufón. Yo me considero una persona mucho más positiva que negativa, soy alegre en general y a la gente le hago gracia. Por este tema de la diversión sin límites me han pasado cosas surrealistas como de que la gente me invite a sus cenas para que las amenice y yo me agobie por si no soy capaz de hacerlo, como si esto fuera un trabajo o que me sienta tan presionado que me tenga que emborrachar para ponerme más a tono. Me han llegado a ofrecer dinero para ir a bodas a animarlas, así que en cierto modo me lo he tomado como un trabajo. Quizá este sea uno de los motivos por los que soy actor”.
Pero es difícil vivir la vida sin prestarle atención a la pena y mucho más tener que esconderla o incluso hacer que la peña se ría con ella: “Gracias a las diosas, llegó un momento en el que empecé a entender qué estaba pasando, cuando empecé con toda esto del desarrollo personal. Entonces fui consciente de que estaba utilizando el humor como mecanismo para huir de mis sentimientos. La cosa cambió mucho porque empecé a permitirme las emociones, fueran cuales fueran, y a tomarme mis momentos de estar mal en los que me puedo pasar todo el día en pijama, tan divinamente”, cuenta Marco.
Alba, psicóloga y antropóloga, ha necesitado unos cuantos años de terapia para aprender otras formas de gestionar su dolor: “A ver, es muy difícil salir de esta dinámica porque a la gente le encantas cuando estás eufórica. Está clarísimo que este tema del humor desenfrenado está más que bien visto en el tipo de sociedad en la que vivimos. La gente prefiere tener a alguien alegre y divertido a su lado. Cuando has tenido el drama de tu vida y llegas a tomarte una cerveza eufórica perdida la gente dice cosas como: ‘Ay que ver que mujer más fuerte’ o ‘Esta chica siempre tiene una sonrisa en la boca, da gusto’. Pero a mí me parece evidente que cuando has tenido un dramón y vas a tantas revoluciones algo raro pasa. Me hubiera encantado que alguien me hubiera preguntado “¿Qué tal estás? ¿Necesitas algo?” en lugar de pedirme por favor que me fuera con ellos de fiesta porque soy un descojono”.
“Cuanto peor estaba más revolucionada iba. Hacía continuamente chistes ácidos sobre mis desgracias y sobre el daño que sentía que la gente me hacía porque no era capaz de decírselo a la cara”, comenta Alba. El psicoanálisis habla largo y tendido sobre el tema del humor, sobre cómo lo utilizamos para acercarnos a cosas que nos da miedo siquiera pensar y mucho más sentir.
Este es un mecanismo que, en cierta manera, nos ayuda a liberar tensión ya que permite romper los límites de lo personal y culturalmente aceptable sin que esto tenga consecuencias directas e inmediatas. Cuando estamos ante algo inaceptable a nivel emocional, cuando entramos en estados de negación, cuando algo nos da mucho miedo y no queremos o podemos verlo, el humor puede ser una tabla de salvación momentánea haciendo que nos liberemos durante un periodo de tiempo de ese mochilón de basura que vamos cargando.
Cuando esto ocurre sentimos un alivio inmediato tras hacer la broma oscurita de turno sobre nuestras miserias. Luego nos vamos de nuevo a la mierda cuando nos damos la vuelta y la mochila sigue ahí, hedionda, esperando con una sonrisa en su cara de mochila a que volvamos a cargarla.
Pero que utilizar el humor pueda ser muy terapéutico no quiere decir que siempre sea así, para Marco imponerse un límite propio ha sido la opción más realista: “Las bromas me ayudan a gestionar las pequeños inconvenientes del día a día pero cuando se trata de una mierda real lo único que hacen es empeorar. Por mucho que la niegues la basura no desaparece, si la tapas te explota en la cara. Así que al final, con suerte, aprendes a decir: ‘mira que no pasa nada por estar jodido’. Aún así, cuando ha sido tu herramienta favorita la mayor parte de tu vida, y tu identidad está ligada a ser el más feliz de tu grupo de amigos, por muy consciente que seas, no puedes evitar que en algunos momentos de bajón las bromitas sigan apareciendo.
A día de hoy se podría decir que sigo gestionando mi malestar a través del humor pero con muchos límites y apoyándome en otras herramientas. He conseguido poder hablar con amigos de mi malestar, pedirles mis espacios y que respeten mis estados; este ha sido el mayor avance. El teatro me ha ayudado a identificar muchas de mis emociones, a sentir cómo aparecen cuando estoy en el escenario y a cómo ir regulándolas sobre la marcha, claro, no puedo ponerme a hacer chistes en medio de una obra en el escenario ”.
Hanna Gatsby, humorista y superviviente de violación y abusos, en su monólogo Nanette, explica cómo la comedia la ha mantenido en un estado de perpetua adolescencia en el que no ha sido capaz de sanar sus traumas. Hanna cuenta cómo hilvanando sus historias traumáticas a través de chistes las encapsula en su punto más doloroso ya que los chistes, a diferencia de las historias que tienen un final, solo tienen un principio y un nudo.
Al repetirlas de esta forma, sin desenlace, una y otra vez, la realidad se mezcla con la comedia y finalmente el trauma sigue intacto; el relato cómico no ha ayudado a sanar la herida. Hanna insiste a lo largo de todo su monólogo en que necesita contar su historia traumática de una forma correcta, dándole un final propiamente dicho, traspasando la línea del humor, y efectivamente, eso es lo que hace durante la hora y nueve minutos que dura su confesión.
Romper la línea del humor y aterrizar en lo dramático no es fácil. Teniendo la posibilidad de hacer una broma y que tus amigos se rían, y quedar como una chica majísima, ¿quién quiere contar la historia hasta el final para terminar diciendo que estás hecha unos zorros mientras las lágrimas y los mocos corren por tu cara?
Para Marco muchos de los problemas empezaron cuando la fiesta comenzó a decaer: “Parece que estar bien siempre está muy aceptado socialmente, por eso mis problemas sociales empezaron cuando salí del armario y comencé a vivir mis bajonas como me merecía. Sentía que no me respetaban, que quería que fuera el Marco de siempre que está a tope, arriba todo el rato. Pero yo ya no podía más y a veces tenía la sensación de estar dando más de lo que tenía, de vivir en una lucha surreal por caer bien siempre. A día de hoy mucha gente me dice cosas del tipo: ‘joder, estás insoportable, ya no eres tan divertido como antes’. Pues mira, cari, igual no te has parado a preguntarme cómo estoy. Yo ya no estoy todo el día arriba porque tengo mierdas por dentro y no tengo ganas de seguir fingiendo”.
Alba, como Hanna, también necesitó contar su historia hasta el fondo, traspasando la línea del chiste fácil y llegando a lo doloroso del asunto. Pudo hablar con sus allegados sobre traumas que no había revelado nunca, pero sobre todo necesitó contarse la historia así misma para poder legitimarse: “Dejar de utilizar el humor y la ironía todo el rato fue duro. Tuve que aceptar que tenía cosas traumáticas en mi pasado de las que no estaba preparada para reírme, y de las que me daba terror hablar seriamente. Hablarlas en terapia sin posibilidad de reírme de ellas me ayudó a sentirme dueña de mi historia para luego generar un relato serio que poder contar a mis personas de confianza. Desde entonces el humor enfermizo se ha ido desplazando y sigue apareciendo pero ya no como herramienta cuando estoy muerta de miedo. Ahora cuando tengo miedo me doy mis tiempos y mis espacios o llamo a mi psicóloga. Eso sí, hay días que estoy hasta el coño y echo muchísimo de menos aquella época en la que con un chiste malo y 20 cervezas conseguía ahuyentar los demonios durante un ratito”.
Es cierto que cada uno transita las emociones como puede y quiere, no hay una forma correcta de hacerlo. La autorregulación emocional es cosa de estilo familiar y cultural, de aprendizaje, de experiencia, de prueba y error, etc. Pero la verdad es que, en los tiempos que corren, romper la barrera del humor y llegar al fondo del asunto para admitir tu vulnerabilidad, tus debilidades, tus miserias y tu dolor, rascar el fondo del cubo de basura para contar tu historia al completo es jodidamente revolucionario.
- Artículo publicado originalmente en VICE España
- ilustración de Agnès Ricart