Una vivienda no es solo el lugar donde duermes cuando sales de trabajar y te preparas los tuppers para llevarte a la oficina al día siguiente. Tu casa debería ser un espacio seguro, un refugio, un lugar de protección sobre el que desarrollar tu proyecto vital. La casa implica un espacio habitable y digno; la casa implica el barrio, las relaciones sociales, una red de amigos y servicios, espacios públicos y comunes; la casa es un lugar de referencia donde desarrollar tu cotidianidad. Para el discurso del neoliberalismo emocional las zonas de confort las carga el diablo, pero sin una zona de confort donde agarrarte estás muerto en vida, cari, y la casa es la sala VIP de tu comfort zone.
Yo hace cuatro años que vivo en un cortijo en el campo y cuando procrastino a veces fantaseo con la idea de volver a Madrid, alquilar un piso en el centro y bajar todos los días con mis amiguitos al bar a desayunar unas porras grasientas o a tomarme una caña, o con emborracharme y volver a casa andando. Pero cuando subo a la capital la realidad me golpea duro y un porcentaje altísimo de las conversaciones que tenemos en el bar giran en torno a la movida de la vivienda.
Por la movida de la vivienda me refiero a cosas como: “¡Oye pues está muy bien de precio para estar en el centro!” hablando de una casa de 3 habitaciones a 1400 euros, nada más y nada menos que 466 euros la habitación en una casa compartida con otras dos personas. El salario mínimo en España es de 900 euros y el sueldo más frecuente en 2019 según el INE es de 1200. El alquiler de una habitación en un piso compartido, que se lleva bastante más de la mitad del sueldo mínimo o más de un tercio del sueldo más frecuente, nos parece un chollo. Súmale los suministros y que empiece la fiesta de la precariedad.
Hay evidencia científica para dar y regalar sobre cómo afecta tu hogar y la percepción de seguridad que tengas sobre él a tu salud física y mental. Uno de los estudios más completos es Cuando la casa nos enferma llevado a cabo por Provivienda en 2017. Ansiedad, depresión, insomnio, problemas conductuales y escolares en los niños, falta de vínculos y percepción de soledad, son algunos de los males de los que habla el informe.
Según otro estudio realizado por la PAH en colaboración con la Agencia de Salud Pública de Barcelona, llamado Una mirada en profundidad a la salud de las personas afectadas por el acceso a la vivienda y la pobreza energética, los problemas habitacionales son un predictor directo de males como la depresión, la ansiedad y los intentos de suicidio. En él se habla de cómo la mitad de la población española va a tener o tiene problemas de acceso a la vivienda, problemas para mantenerla o para pagar los suministros. La mitad de todos nosotros está viviendo en algún punto del continuo de la precariedad. La mitad del país con la certeza de que ningún organismo público va a regular un acceso justo y apropiado a una vivienda en la que poder llevar a cabo nuestro proyecto vital.
La salud se concibe como un derecho humano cuya garantía en última instancia corresponde al Estado. El ejercicio de la salud va de la manita de otros derechos como el derecho a la vivienda. Pero tal y como el Estado español lo gestiona podemos ver que en lo que respecta al hogar de lo único que es garante es de la ejecución de desahucios.
A nivel personal existe algo llamado el apego seguro que es una fantasía de purpurina para el que lo porta. El que desarrolla un apego seguro lo hace porque de niño tuvo la garantía de que sus padres o cuidadores siempre aparecían cuando se sentía angustiado, ellos eran la base garante de su seguridad. Las personas que crecen con un vínculo seguro desarrollan con más facilidad relaciones de calidad: estables, comprometidas y satisfactorias. Además son personas más integradas y con mejor concepto de sí mismas. Esto se debe a que, por lo general, cuando tus padres o cuidadores acuden a tus llamadas aprendes a confiar en los demás y a sentirte merecedor de cuidados y atenciones.
A nivel social pasa algo parecido: si tenemos la seguridad de que un estamento o institución vela por nuestros derechos más básicos cuando estos están amenazados, nos resulta más sencillo estar motivados para desarrollar un proyecto vital, tener un concepto mejor de nosotros mismos como individuos y como sociedad, y tener la sensación de que el entorno es al menos un poquito amable.
Pero cuando nos vemos vulnerados una y otra vez como conjunto, cuando nuestro grupo o clase social no recibe ayuda o protección de ningún tipo ante la adversidad capitalista, pero vemos cómo las empresas que gestionan el capital privado son protegidas por la ley, acabamos sintiendo que no merecemos una mierda y que sálvese quien pueda. De ahí esa famosa frase que todos hemos oído alguna vez en el bar de “tenemos lo que nos merecemos”. Bueno pues mira, no. Nos merecemos un estado que vele por las necesidades de sus ciudadanos por encima de las del capital, que los ciudadanos somos todos y el dinero está en manos de unos pocos.
Isa* ha tenido que abandonar el barrio donde vivía por el encarecimiento de la vivienda: “No soy capaz de conseguir las condiciones materiales para seguir viviendo la vida que he elegido en el barrio que quiero, donde tengo la comodidad de una red social para mí y para mis hijos. Eso me ha afectado a la autoestima; de repente he entendido por qué estoy tan cansada: Barcelona genera una fuerza centrífuga bestial y tú te pasas la mitad del tiempo nadando contracorriente para mantenerte ahí dentro. Empiezas a pensar que tú eres la anomalía. Tienes la sensación de que tú no mereces vivir aquí».
Pero encontrar un piso no siempre es la solución: «Entonces encuentras un piso que puedes pagar pero te tienes que mudar a otro barrio lejos del colegio de tus hijos. Yo creía que el precio que había pagado era simplemente alejarnos, pero luego hemos descubierto que tenemos una derivación eléctrica en la ducha, que hay una plaga de palomas en nuestro patio interior y no podemos abrir la ventana en verano, que en los locales de abajo hay una plaga de bichos tan grande que la dueña los tiene cerrados a cal y canto, etc. Un montón de cosas que quizá con 20 años no me hubiera dado ni cuenta pero que con 40 años y con hijos dices: ‘hostias, dónde me he metido’. Hay días en los que se me cae más encima: Sales del cole, vas a jugar al parque. Los demás padres vuelven a su casa que está al lado y yo tengo que hacer media hora en un autobús lleno de gente con los niños llorando; peleándose: Llego a casa totalmente desquiciada. Entre la ida y la vuelta he perdido una hora. Todo eso es vida y energía que se me va yendo”.
Poco a poco vas perdiendo privilegios. Vas restando metros cuadrados de la ecuación, ventanas al exterior, habitaciones, y vas restando también parte de tu nómina para pagar una casa donde nunca pensaste que podrías vivir. Esto afecta al concepto que tenemos de nosotros mismos: se nos van vetando tipos de vivienda y se nos van vetando barrios, que ya no son para los ciudadanos, sino para el turismo o para una élite.
Se le da prioridad a los grandes negocios que están por encima de nuestro bienestar como ciudadanos, y eso es una lección que nuestro psiquismo aprende rápido cuando se acaba el contrato de alquiler y tenemos que volver a buscar pisito. Además, cambiar de barrio porque la gentrificación ha llegado supone alejarte de la red social que habías creado; los vínculos se debilitan y nos vamos aislando. Cuando has cambiado de barrio cinco veces en los último años acabas hasta el coño de tirar hilos para conocer al vecindario y terminas por hacer como que no has visto al vecino en la escalera.
“Tengo 32 años, una carrera, un buen trabajo y un salario decente. Trabajo de 8 de la mañana a 8 de la tarde. He hecho todo lo que el sistema me pidió que hiciera. Y aún así me veo pidiendo dinero a mi familia para afrontar los casi 4000 euros (entre alquiler y garantías) que, en el mejor de los casos, me piden para poder acceder a un techo y a un suelo», cuenta Erika.
«En ocasiones, literalmente, solo un techo y un suelo. Si el salario no triplica la anualidad te preguntan si no tienes un novio o una amiga que quiera vivir contigo. Si no es así te piden un aval. Entonces tengo que llamar de nuevo a mis padres para que me dejen sus nóminas y así poder tener un piso carísimo que me va a dejar sin vida social para poder afrontar el gasto. Tengo trastorno de ansiedad generalizado y en el mes y medio que duró el proceso de encontrar el piso perdí tres kilos, sufrí varios ataques de pánico y tuve que retomar la medicación con ansiolíticos para afrontar todo lo que estaba pasando”.
Laura por su parte explica como la ansiedad siempre está latente: “Tengo 28 años y llevo fuera de casa desde los 18. Recuerdo llorar con el abuso de las inmobiliarias y de las caseras. La ansiedad no solo me ha venido a la hora de buscarlo, sino también de abandonarlo, casi nunca voluntariamente. Y también está latente cuando estás a gusto porque sabes que esto no es tuyo y que estás aquí de prestado; que si mañana te dicen que te vayas, te vas. Entonces tienes que desmontar la habitación, mover todo otra vez, cambiar otra vez de espacio y de zona de confort”.
Vivir con la incertidumbre de que cada tres años como máximo vas a tener que pasar por el infierno de buscar un nuevo alquiler, y con el peso de tener que pedir ayuda a familiares si tienes la suerte de tenerlos, es como vivir en una especie de adolescencia perpetua en la que todo es momentáneo. Por mucho que hagas por ser adulto, nunca terminas de conseguirlo. En ocasiones nos sentimos culpables y avergonzados por no ser capaces de asentarnos en un hogar, algo que en nuestro imaginario colectivo se considera un mínimo requisito para la madurez.
Pero lo cierto es que el problema de la vivienda es real, tanto que la mitad de la población en nuestro país lo ha experimentado o lo está experimentando. Nosotros no somos los culpables. Lo on las circunstancias que nos ponen la pierna encima una y otra vez: Es la impotencia colándose por las grietas de nuestra existencia. Lo cierto es que nos están quitando el derecho a la ciudad y con tanta búsqueda desesperada de casa no tenemos ni tiempo ni ganas de recuperarlo. Si les sale bien, ¿vendrán a hacer lo mismo con el campo?
- Este artículo fue publicado originalmente en Vice España.
- Ilustración de Teresa Cano