Hace poco me llamaron de un programa de radio llamado Ciberlocutorio para preguntarme qué pensaba sobre esta cosa de sentir enfado o ganas de tener un poquito más lejos a tus padres cuando maduras o en situaciones concretas como hacer terapia. Cuando me hicieron la pregunta el corazón me latió fuerte de emoción y de las ganas reprimidas que tenía de hablar de este tema que ronda habitualmente mi pecho y mi consulta.
A pesar de que en nuestro imaginario la parentela constituya un lugar de seguridad, reposo y regocijo, la realidad es que no te vengas tan arriba. En la familia ocurre todo, lo bueno y lo malo, lo claro y lo oscuro; es reflejo de todas nuestras dinámicas inconscientes y como padres vamos a reflejar muchas de las cosas que vivimos como hijos y así hasta el infinito. La familia es el manantial del que brota la ambivalencia. De tu casa al mundo, cari.
Esto es así en líneas generales, por eso no hace falta que tus padres fueran violentos o negligentes para que te revuelque la ola del resquemor, el enfado o incluso de la cólera. La adolescencia es el más claro ejemplo de lo esencial que es para la salud mental de los chavales y las chavalas un buen berrinche a tiempo.
Los seres humanos tenemos los cachorros más dependientes de todos; necesitamos muchos más años que cualquier otro animal para que nuestro cerebro termine de desarrollarse. El útero de nuestra madre no es suficiente; necesitamos además un útero social. Ese útero social suele ser la familia. Y como nuestra supervivencia depende al completo de los padres o cuidadores tendemos a convertirlos en una especie de superhéroes y de negar absolutamente la existencia de todas sus mierdas. Para nuestra tranquilidad nos afanamos en creer que esas dos personas pueden resolver con rapidez y ligereza absolutamente todos los problemas que la vida nos traiga.
Esto es lo que viene siendo idolatrar y no es algo que hagamos voluntariamente o por capricho, nuestro psiquismo toma esa decisión de forma inconsciente para protegernos de la angustia que supondría darnos cuenta de que nuestros padres son simples personas, a ratos tan inútiles como nosotros.
De alguna forma la madurez es ir dándole la vuelta a esto; ir asomándonos a la verdad detrás de las cortinas del salón: de que nuestros padres son fantásticos y despreciables según el día, que nos dan todo el amor que pueden pero que también vuelcan sobre nosotros sus anhelos y decepciones con la vida y con sus propios padres, algo que quizá, a su vez, estemos haciendo nosotros con nuestras crías.
Rachel Cusk en su novela Tránsito lo narra cristalino: “Tiene gracia, que cuando los padres les hacen cosas a sus hijos es como si creyeran que nadie puede verlos. Es como si el hijo fuera una extensión de ellos mismos; cuando hablan con el hijo, se hablan a ellos mismos; cuando lo quieren, se quieren a ellos mismos; cuando lo odian, es su ser mismo al que odian”.
Cuenta Candela*, diseñadora de 37 años que en medio de un proceso terapéutico tuvo que pedir cierta distancia a su madre porque el enfado no le permitía tener una relación fluida con ella: “Mi madre es muy buena madre, además de ser una tía muy interesante, que me ha dado muchísimas cosas buenas. Le estoy muy agradecida pero también tiene sus cosas. Ella no tuvo unos padres que la cuidaran en condiciones, los dos murieron sin decirle te quiero, la descuidaron notablemente cuando era pequeña, no había cariño, ni abrazos, ni refuerzo, solo insultos y falta de cuidados. En pleno trabajo terapeútico con mi psicóloga me di cuenta de que mi madre me demandaba un amor incondicional como el que no le habían dado sus padres, vamos, que en vez de una hija quería una madre. Esto generaba una dinámica en la que ella demandaba y yo me sentía culpable. Tuve que parar y poner orden en mi cabeza para poder colocarme como hija y salir del rol que ella me había impuesto”.
Es curioso cómo cuando hacemos el trabajo de poner a nuestros padres en un lugar real, cuando los bajamos del altar, entendemos mejor sus circunstancias de vida, lo que en muchos casos nos permite hacer las paces con todo lo que nos dieron o no nos dieron. Cuando digo hacer las paces no hablo necesariamente de perdonar sino aceptar. Bajo mi punto de vista, esta es una buena manera de mejorar las versiones de las generaciones que vienen y no quedarnos estancados en el fango de nuestros progenitores.
“Quizá porque lo que ella quería era tener una madre en lugar de una hija no me dejó crecer libremente, no me alentó a independizarme, ni económica ni emocionalmente. Tengo que decir que tampoco lo impidió, pero desde luego no lo promovía. Me pedía continuamente que pasara tiempo con ella y me llamaba llorando o con la voz quebrada diciéndome que se sentía sola”, sigue Candela. Descubrir las debilidades y miserias de nuestros adorados padres es una de las cositas que más coraje nos dan a los hijos, sobre todo a los que nos resistimos a dejar de verlos como los Mcgivers de la crianza.
No es que la idea de unos padres todopoderosos esté todo el día instalada en nuestros pensamientos, simplemente es muy fácil dejarse acariciar por la sensación de unos padrazos recios y honestos que en última instancia van a estar ahí para salvarnos el culo. Y muchas veces nos lo salvan, incluso por encima de sus posibilidades, pero de ahí a ser siempre fuertes y justos hay un trecho tan grande como tu pajilla mental. El no tener una imagen realista de quienes son ellos, una vez nosotros nos hacemos adultos, genera muchas grietas en el vínculo, porque nos estamos relacionando con la fantasía de quien queremos tener delante en lugar de con la realidad de quien está frente a nosotros.
Para Sonia, de 42 años irse de su pueblo a estudiar a una ciudad cuando tenía 18 años también fue motivo de conflicto con sus padres. “Durante la carrera la cosa fue medio bien, pero cuando terminé y me quedé allí a trabajar en lugar de irme más cerca de ellos sentí que les decepcionaba. Mi hermana y yo éramos su razón de vivir y cuando las dos estábamos fuera de su casa siempre había llamadas recordándonos el poco caso que les hacíamos con todo lo que ellos habían hecho por nosotras. Eran una pareja relativamente joven, con buena salud y con pasta, pero nada de eso le valía, nos querían a nosotras allí con ellos”.
Ésta situación es muy habitual, es una especie de cambio de roles en el sistema familiar, de repente nuestros padres se convierten en hijos que demandan mucha atención lo que genera angustia para los hijos que empiezan a cargar con una responsabilidad que no es suya mientras bregan con la necesidad de construir su propia vida.
“Durante muchos años este chantaje me hizo sentir muy culpable, era como andar con una losa a la espalda porque mis padres no eran felices y yo estaba disfrutando de mi vida independiente recién estrenada. Cómo era posible que yo estuviera gozándome la vida en la ciudad, con un trabajo nuevo, dinero, amigos, pareja, etc., si mis padres estaban en el pueblo viendo las mismas series que hace 10 años y sentados en la misma mesa camilla, emitiendo las mismas quejas una y otra vez. La culpa hacía que se me atragantara hablar con ellos, así que lo evitaba. Por una parte me sentía fatal y por otra los echaba mucho de menos. Finalmente pasaban los días y me sentía tan mal que los llamaba y pasaba horas escuchando sus quejas. Esa era la dinámica de nuestra relación”, cuenta Sonia.
La culpa hace que sintamos que la cagamos sin parar, lo que nos lleva a aceptar la relación tal y como lo plantea la persona que tenemos enfrente, con sus límites y condiciones sin tener en cuenta lo que nosotros queremos. No vemos su mierda porque sentimos que la nuestra lo inunda todo. Sobrepasar el cargo de conciencia que genera crecer no es tan fácil como parece, cuando superamos la culpa la realidad del otro te golpea en la frente con toda su crudeza, por eso este es un proceso tan duro como liberador.
No hacerlo nos hace que pasemos años nadando en el caldo de la ambivalencia: “Después de muchos quebraderos de cabeza entendí que la vida de mis padres no era como a mí me gustaría que fuera, que ellos eran adultos y que tendrían que encontrar la manera de solucionar su papeleta. Pero para llegar ahí necesité darme un tiempo en el que estuve muy enfadada por haber pasado tantos años bajo sus exigencias. En fin, nada que el tiempo y los límites no hayan podido curar”, sentencia Sonia.
Matar al padre es la metáfora elegida por el psicoanálisis para explicar todo este lío. Viene a ser a fin de cuentas aceptar la verdad sobre los cuidadores, con sus mezquindades y sus virtudes y construir una relación más igualitaria en la que los límites se ponen de forma bidireccional. Es duro, uno tiene que estar preparado para saltar al vacío de la madurez, para aceptar que no hay polvos mágicos que nos saquen del atolladero. Aceptar sus pequeñas miserias es en el fondo una liberación, las podemos oler pero corremos como alma que lleva el diablo para no tener que encontrarnos con ellas cada vez que vamos a comer a su casa.
Qué creíamos, que los cuidados, cambios de pañales, tetas, biberones, limpiadas de mocos, cuentos narrados una y otra vez nos iban a salir gratis; pues mira, no. Muchos padres son generosos con lo bueno y con lo malo; otros, todo hay que decirlo, no dan una mierda. La mayoría hicieron lo que pudieron pero quizá para nosotros no fue suficiente o, por el contrario, fue demasiado. El momento en que nos atrevemos a contemplar el abismo de sus bajezas es quizás también la impagable oportunidad de asomarnos, un poco, también a las nuestras.
- Artículo publicado originalmente en VICE España
- Ilustración de África Pitarch