Postear tus problemas emocionales en redes sociales es más necesario de lo que crees

10-febrero-2020


ODIO -


07:00 de la mañana. Suena mi despertador. Abro el ojillo mientras veo como despuntan los primeros rayos de sol en mi ventana. Cojo el móvil aún sobada, abro Instagram y me encuentro una publicación de una conocida poniendo a parir a base de bien a su expareja, un señor horroroso al que siempre odié en la distancia porque jamás he visto a ninguno de los dos en carne y hueso. En los albores de Facebook, nos escandalizábamos cuando una pareja de amigos rompía e intuíamos que había mensajes en código en sus muros.

Hoy en día todos nos hemos visto envueltos en el fango de una ruptura radiada a través de las redes: La nuestra propia, la de nuestros colegas, la de nuestros compañeros de curro, etc. Aquí ha pillado hasta el apuntador. Hay días en los que, desde luego, tanta intimidad me abruma, pienso en cerrar todas mis cuentas y construir un muro de cemento mental a través del cual no pueda ver lo que pasa fuera, como Trump.

Pero lo cierto es que, al menos yo, me siento muy cómoda formando parte del mundo de la pornografía emocional. Me considero una gran pornógrafa y he conocido a mucha gente gracias a estos vómitos sentimentales. Hay gente a la que no he visto in real life pero sigo hace tiempo gracias a estos inventos del demonio. Un poco sin saber cómo, acabo siendo espectadora del drama de sus separaciones, de su declaración pública de abusos en la infancia; veo cómo pasan de la monogamia al poliamor y viceversa; cómo evoluciona la vida de sus gatos, de sus hijos, de sus quistes en los ovarios; los veo de after y luego de resaca.

Cuando pasan un tiempo sin postear me pregunto qué será de ellas e incluso llego a preocuparme. A veces les escribo para saber de sus vidas y otras no me siento con la confianza suficiente. Es raro no sentir confianza para escribirle un privado a alguien con quien has mantenido una conversación sobre cuando, siendo una cría, su abuelo le obligó a tocarle el pene. Esta es la incertidumbre con la que vivo estos nuevos tiempos. Hay días en los que me muevo con ligereza y otros en los que siento que me he sentado a la mesa con mucha hambre, pero sin tener ni pajolera idea de cómo se usan los cubiertos.

No soy la única que vive esta ambivalencia. Sara* retransmitió su ruptura de pareja a través de Facebook: “Al principio pones los típicos mensajes crípticos y pasivo agresivos, pero después acabas contando con pelos y señales, y por capítulos, cómo había sido la relación, la ruptura y qué cosas hacía en ese momento para intentar reponerme. Lo que buscaba con esta conducta dependía mucho de la fase del duelo en la que me encontrara; a veces quería que le odiara todo el mundo a él, a veces que me quisieran a mí; a veces justificarme, otras intentar desahogarme, etc. Estaba un poco enganchada. Estuve haciéndolo, cada vez con menos frecuencia, hasta que conseguí sentirme mejor y depender menos de la opinión de los demás”.

Cuando contamos algo sobre nuestra vida en redes sociales todos albergamos expectativas conscientes o inconscientes sobre lo que ocurrirá a continuación. Buscamos hacer reír, sobrecoger, buscamos que nos apoyen, que nos entiendan, etc. Estamos generando un espacio de conversación. Cuando lo hacemos con un conocido en un bar intuimos, más o menos por experiencia, lo que puede llegar a pasar, cómo va a responder él y qué voy a sacar de la conversación.

Sería interesante que pudiéramos hacernos una mínima idea, también, de lo que vamos a sacar de nuestras conversaciones virtuales. Si empezamos una conversación con la idea de ser entendidos y arropados sería óptimo contar con interlocutores que estuvieran a la altura de nuestras expectativas

Sara cuenta lo inesperado que fue su mejor apoyo en aquella situación: “Una amiga que leía mis post me recomendó que agregara a una chica que estaba pasando por una situación parecida. Le pedí amistad, hablamos por chat alguna vez y por teléfono otras tantas. Eso me ayudó un montón. Me sentí mucho menos sola y creo que empecé a recuperarme de verdad cuando encontré similitudes entre lo que a ella le había pasado y lo que me estaba pasando a mí. Sentía que ahora tenía un modelo para afrontar la situación”.

No es ningún secreto: la realidad tiene por costumbre volverse amenazante de cuando en cuando y aunque a veces huyamos al mundo virtual en busca de refugio, sus espacios no son más que un reflejo del mundo analógico: “Empecé a ver que había gente que se burlaba de mí y que hablaban a mis espaldas de por qué habíamos roto, y lo hacían utilizando la información que yo posteaba en Facebook”.

Conviene no perder de vista que cuando narramos cosas personales, íntimas y dolorosas lo hacemos en busca de un vínculo que nos sostenga. De niños lloramos porque nos sentimos frustrados, enfadados, hambrientos o tristes. A través del llanto transmitimos nuestra angustia a nuestros cuidadores con la intención de que ellos la sostengan, la digieran y nos la devuelvan de tal forma que podamos lidiar con ella. Es así como se establecen los primeros vínculos de nuestra vida. El vínculo con los otros es el lugar donde encontramos la calma y la regulación emocional y, aunque en la madurez y entre iguales se haga de forma bidireccional, es en la infancia donde se establecen las funciones básicas de los vínculos para el resto de nuestra vida.

Las redes sociales nos ofrecen audiencias tan grandes que en ocasiones es imposible saber a quién le estamos contando nuestros problemas. Lanzamos mensajes íntimos al aire esperando una respuesta que nos calme, igual que cuando llorábamos de bebés. Generamos un espacio virtual sobre el que a veces no sabemos nada y quizás deberíamos asegurarnos de que un vínculo de calidad existe antes de poner toda nuestra carne en el asador, para no quedarnos con la sensación de la gente se ríe en nuestra puta cara o de que directamente se la trae al pairo nuestro dolor; sobre todo cuando nuestra situación sea particularmente vulnerable.

Para Sofía hablar sobre su sufrimiento y rabia no fue muy productivo en cuanto a comprensión y apoyo se refiere: “Un amigo con el que había estado liándome me violó; abusó de mí estando yo inconsciente. Todos mis amigos de entonces, que eran comunes, me dieron de lado. Un día, tras ver una conversación entre uno de mis antiguos amigos y él, en Twitter, sentí tanta rabia de pensar que él seguía tan feliz con su vida que escribí un tweet que decía algo así como: ‘He visto una conversación entre un amigo y el hombre que me violó’”.

“Quizá esperaba recibir alguna clase de apoyo o empuje, alguien que me animara a hacer público su nombre. Lo que recibí fueron tres mensajes y luego silencio: Uno de mi jefa que me dijo que podía contar con ella. Esto me hizo sentir mal, no caí en la cuenta de que personas como ella podían verlo; otro de una amiga que me regañó alegando que lo único que hacía era llamar la atención y el tercer mensaje era del amigo del que hablaba en la publicación”. Sofía continúa: “En el momento del tuit sentí un poco de desahogo, como un grito. Solo que después del grito te duele la garganta. Por eso lo acabé borrando”.

La culpa suele rellenar el espacio donde esperábamos que se alojaran la regulación o el sostén emocional; ocupar el vacío del vínculo afectivo que no llega o el vacío que sentimos cuando las personas de nuestro alrededor nos dejan solas o nos ridiculizan después de abrirnos a ellas. Puede pasar cuando hemos evaluado mal la fortaleza del vínculo que nos une a la gente con las que interactuamos en redes y que resulta no ser lo suficientemente sólido como para darnos lo que necesitamos.

Mi experiencia, tanto en consulta como gestionando redes sociales, confirma que cuando alguien establece un espacio de seguridad; cuando acoge sin juicio a quien le está contando sus intimidades, esa otra persona rara vez siente culpa o malestar. La culpa viene con los juicios posteriores.

¿Qué problema tenemos con que la gente cuente sus mierdas en redes sociales? ¿Por qué nos incomoda tanto que las personas no sean pudorosas? ¿Quién decide dónde es lícito contar tus cosas íntimas y dónde no? El único problema que le encuentro a sacar tus mierdas a flote es toparte con el típico público basura que aprovecha tu vulnerabilidad para juzgarte en lugar de acogerte.

Las generaciones nativas digitales son harina de otro costal. Cuando le pregunto a Marina, de 15 años, sobre el tema, me dice que ella sólo comparte contenido en Instagram con el filtro de Mejores Amigos: “En mi lista de mejores amigos tengo a la gente con la que me encuentro bien, a mis amigos de verdad. En mi grupo todos lo hacemos así y casi nunca posteamos publicaciones en el feed”.

Un estudio de la Universidad de Oxford cuyos resultados fueron publicados este último año indica que el 95% de las personas entre 14 y 17 años revisan con quién comparten su contenido. Las personas jóvenes también están cada vez más habituadas al uso de los Trigger Warnings (Avisos de Contenido), avisos en forma de cabeceras que se colocan justo antes del texto para alertar sobre el contenido que va a verse a continuación.

Los Avisos de Contenido sirven para no herir sensibilidades, para evitar potenciales disgustos en lectores que no desean revivir por sorpresa traumas pasados, o simplemente evitar un mal trago a quien no le apetece una mierda leer sobre un cierto tema.

Las nuevas generaciones, más espabiladas ellas, están haciéndose un internet más a medida que el plato de lentejas que nos estamos comiendo los que somos más mayores y menos duchos.

Los universos virtuales no son cucharadas predeterminadas que debamos comernos sin rechistar. Es primordial revisar los espacios que vamos generando; que consideremos todas sus versiones posibles, que seamos agentes activos en el diseño del pisito virtual con vistas a la playa o al drama que nos estamos montando. Si el despertador suena todos los días a las 07.00 de la mañana qué menos que lo haga para despertarme con un poquito de mimo.



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