Decidí estudiar Psicología sentada en la consulta de una psicóloga. Durante mi adolescencia, me repasé buena parte de los consultorios psicológicos de mi ciudad; soñaba con una profesional majísima, deslumbrante, que me abrazaba tiernamente y a la vez me aseguraba que lo que pasaba en mi cabeza era simple adolescencia; que mi «pistachito» pronto volvería a estar en su sitio. Mi «pistacho» no volvía, yo seguía hecha un Cristo, sufriendo ataques de pánico y ella, la psicóloga, no me abrazaba una mierda.
Me daba cigarritos Malboro, eso sí, y me hablaba de las bondades de su estilo de vida, de cómo organizaba el trabajo a su antojo, de la maravilla de tener un sueldo decente y de lo bueno de ser su propia jefa. Tanto fue así que, por mucho que aquellas terapias no eliminaran ni una sola de mis neuras, supe verle las bondades a la profesión y decidí estudiar Psicología.
Con la tormenta aún en la cabeza, empecé una carrera a la que no iba a dedicarme hasta entrada la treintena, y no sin antes pasar unos cuantos años en el fango para intimar con mi propia neurosis. Porque ahora ya puedo decir que soy psicóloga, pero también neurótica.
Volverse neurótica no es nada difícil hoy en día; en cada revisión del DSM o el CIE, las biblias mainstream de la salud mental, se incluyen más trastornos. En ellas, prácticamente todo es enfermedad, aquí no se libra ni Dios. Pero empecemos por el principio: la OMS define salud como: «Estado completo de bienestar mental, físico y social y no meramente la ausencia de enfermedad o dolencia».
¿Pero qué mierda es esta? Si partimos de esta definición no junto ni un mes de salud en toda mi vida. Seamos serias, esto no puede ser cierto; la propuesta de la OMS pone sobre la mesa un ideal que no tiene mucho que ver con la realidad. Para hallarnos saludables según este mandato, haría falta que estuviéramos siempre a tope, siempre dándolo todo a todos los niveles y, amigas, es imposible estar siempre arriba.
Los malestares y las insatisfacciones existen y forman parte del juego; de hecho, son lo que nos lleva a evolucionar, a cambiar, lo que hace que no seamos un amasijo de magra y huesos que se limita a ver fotos en Instagram. Esta afirmación de la OMS lleva implícita, hasta que se demuestre lo contrario, que todo lo que no es agradable es insalubre.
Enfoques como este, en los que solo tiene cabida lo supuestamente positivo, nos llevan de cabeza al pozo inmundo de lo que yo llamo la «psicología tarta de fresa». La psicología tarta de fresa, o del pensamiento positivo, da a luz a perlas como: «Si realmente lo deseas, la vida te lo dará», «Tus palabras y tus pensamientos tienen el poder de crear las condiciones de tu vida», «El miedo no existe», «Aleja de tu entorno a las personas y pensamientos tóxicos», «Debemos atraer lo positivo pensando en positivo», «Si la vida te da limones, haz limonada». Mira, cari, métete los limones por el culo. Parece que todo lo que se aleje de esta patraña rosácea es enfermedad o falta de voluntad. La resolución final es: si estás mal es porque no pones suficiente empeño en ser feliz.
El auge de este tipo de corrientes fue uno de los motivos por los que tardé tanto en trabajar como psicóloga, eso, estrechamente unido a que mi mayor miedo, hasta hace bien poco, ha sido estar como una verdadera chota. ¿Cómo iba a dedicarme a acompañar a personas en la consulta con esa tormenta perfecta montada en mi cabeza? Nunca imaginé que pudiera ejercer siendo una neurótica de manual, sufriendo crisis de ansiedad, teniendo enganches a sustancias, periodos depresivos o problemas para aceptar mi cuerpo tal y como es. Nunca hasta que me tumbé en el diván de mi terapeuta definitiva. Una vez trabajados mis temitas psicológicos, entendí que el conocimiento de mis vulnerabilidades me hace más fuerte y eso es todo lo contrario a lo que venden desde la psicología tarta de fresa. Además, entiendo, que estar en contacto con aquellos malestares y dolores que habitan en mi cabeza y saber gestionarlos me ayuda a no juzgar a las personas que tengo enfrente y a hacer el acompañamiento desde una posición horizontal.
Maribel Luque, psicóloga sanitaria y sexóloga que también ha probado el diván de unas cuantas compañeras, afirma que no ve estrictamente necesario que los terapeutas pasemos por un proceso de análisis, pero sí lo considera interesante para conocer bien nuestras luces y sombras antes de proyectar, sin querer, nuestra mierda sobre los pacientes.
Hay que tener en cuenta que cuando pasamos el día acompañando a gente en sus procesos terapéuticos se nos remueven muchos sentimientos y emociones. Por ello es muy importante ser consciente y manejarlos de forma que no influya en la terapia, sobre todo si estás un poquito tocada del ala; y yo os puedo asegurar que las psicólogas neuróticas no somos tres o cuatro. Además, afirma Luque, «es muy útil saber lo que se siente estando al otro lado y así empatizar con los procesos de la gente a la que acompañamos para respetar sus ritmos en el desarrollo de la terapia».
La psicóloga, psicoanalista y sexóloga Paola Ruiz-Huerta va también en esta línea: «Mi neurosis es lo mejor y lo peor que me ha pasado para el ejercicio de mi profesión. Lo peor porque me limita en ciertas ocasiones, aunque gracias a mi propio trabajo terapéutico no afecta al proceso del otro, y lo mejor porque me hace tener un conocimiento de mi psique, de mis procesos y del ser humano mucho más profundo». Paola afirma que haber transitado el malestar psíquico le beneficia enormemente a la hora de ser capaz de entender el sufrimiento ajeno, y yo, sinceramente, no puedo estar más de acuerdo.
Somos muchas las que nos sentimos más tranquilas cuando las profesionales que nos atienden saben lo que se dicen en cuanto a chaladuras se refiere. La semana pasada, la escritora Sabina Urraca me comentaba que, cuando su primera psicóloga, a los 20 años, le dijo que no sabía exactamente cómo era un ataque de pánico porque nunca había tenido uno, se levantó y se fue. Y yo pienso que esto con una terapeuta neurótica te lo ahorras.
Hace cosa de un año y medio, la psicóloga Iria Reguera escribió un post en su muro de Facebook en el que confesaba que sufría ansiedad. El post se hizo viral rápido como el viento. Decía, en unas declaraciones posteriores, que «pensar que un psicólogo no puede sufrir ansiedad es como asumir que un médico no se resfría». ¿Por qué, siendo esto tan lógicamente aplastante, nos parece asombroso y lo convertimos en viral? ¿Por qué es tan poco habitual que los terapeutas hablen de sus malestares psicológicos? ¿Es que acaso los médicos no hablan de sus gripes?
La postura tradicional de los profesionales de la salud mental ha sido la de parapetarse tras una máscara de autoridad aséptica, como si a ellos nada malo pudiera ocurrirles allí arriba, en su azotea. Las enfermedades o dolencias mentales han supuesto tal estigma a nivel social que sufrirlas es una vergüenza a evitar. Desde la Edad Media hasta hoy, la locura ha simbolizado gran parte de aquello que no está permitido en la sociedad, se ha utilizado como una de las líneas que ha marcado el límite entre lo que podemos y no podemos hacer para ser aceptadas.
Además, tradicionalmente se ha tratado de forma despectiva a las personas con problemas mentales y se les ha robado el valor de su palabra: «¿quién va a hacer caso a una histérica?», dirían. La marca del loco es una marca difícil de borrar y con este panorama nadie quiere admitir que se le va el pistacho, menos si te dedicas a hacer terapia. Gran parte del sufrimiento que provocan los padecimientos mentales tiene que ver con esta condena, con la vergüenza y el estigma.
Pero lo cierto es que hablar sobre este sufrimiento de forma natural resulta tranquilizador para las personas que escuchan porque quizá se sientan identificadas y puedan ver, por fin, que no están solas, que no están rotas. Es responsabilidad de todas, pero sobre todo de, nosotras, las profesionales, pegarle una buena patada a esa maldición en lugar de protegernos tras las faldas de esa señora pulcra, rancia y aburrida que es la psicología tarta de fresa.
Gracias a las diosas, las cosas están cambiando en el horizonte de la salud mental y cada día somos más las que aceptamos en público que padecemos y las que tenemos claro que no por ello somos menos eficaces en nuestro trabajo, quizá incluso todo lo contrario. Surcar los mares de fango no nos convierte necesariamente en mejores profesionales de la salud mental, pero sí abre una grieta a través de la que entrar a las profundidades de nuestra psique y por las que, si sabemos movernos, haremos que entre la luz a espuertas.
Artículo publicado originalmente en Vice España
Ilustración de Clara Sánchez para el artículo original.