La dismorfia corporal es consecuencia de la violencia hacia nuestros cuerpos

21-mayo-2020


dismorfia -


De pequeña pegué un estirón que me hizo sacarle dos cabezas a todas mis compañeras de colegio. Pasé de percibirme como una chiquilla diminuta, rubita, normativa a todo lo más, a sentirme como una gigante con tetas, mazo de estrías y más hambre que un demonio. Mis carnes habían cambiado para siempre y no era por la adolescencia, tenía sólo 6 años.

Mis compañeros de clase me insultaban y mis compañeras y amigas ya no querían jugar conmigo porque les daba miedo. En el hospital donde me llevaron a ver qué me estaba pasando sentaron a mi madre en una gran sala con un chorro de señores médicos y le dijeron que tenían que darme hormonas para poder llegar a adulta con una apariencia normal, pero. ¿En qué coño consiste para ustedes una apariencia normal, señores?

Desde aquel momento y hasta muchos años más tarde he caminado por la vida con el peso de sentirme en un cuerpo que jugaba en mi contra; mi cuerpo como mi enemigo, un lastre al que he odiado, literalmente. Un lastre que me ha costado mirar y tocar.

Comprar ropa, ir a la playa o tener relaciones sexuales con alguien la primera vez era para mí una cuestión peliaguda. Hay muchos especialistas que llaman a esto trastorno de dismorfia corporal, y lo definen como la preocupación obsesiva y anormal, en ocasiones delirante, por algún supuesto defecto del propio cuerpo. Vale, todo bien, pero yo en realidad lo que he sentido es que mi cuerpo ha estado secuestrado.

Hablar de la dismorfia corporal como un trastorno psicológico sin examinar la raíz del sufrimiento es invisibilizar y normalizar toda la violencia que reciben y han recibido históricamente los cuerpos que no caben en la norma. Cuando digo la norma me estoy refiriendo a cómo se niega la diversidad de los cuerpos para marcar unos objetivos inalcanzables para la gran mayoría. Tú te coges y te vas un ratito a una playa nudista y te das cuenta de que no hay dos cuerpos iguales, ¿verdad? pues eso, no hay norma para los cuerpo. Aún así nuestro imaginario, desde que tenemos uso de razón, está condicionado por una cantidad incontable de imágenes sobre cuerpos válidos y no válidos. Esta norma la introyectamos y se convierte en la policía interior, una forma de control de la que nos cuesta mucho ser conscientes.

Hay cuerpos que directamente están desterrados de la normatividad: los cuerpos gordos, los diversamente funcionales, los que no son blancos, los no binarios, los “demasiado” delgados, los dependientes, los cuerpos viejos, todos ellos son condenados y humillados por una normatividad que pide que seas joven y guapa. A mí si algo me queda claro, después de llevar años acompañando a personas en consulta es que no es tarea fácil encontrar a alguien, sobre todo si se trata de una mujer, medianamente cómoda con su cuerpo.

“Yo soy gorda y cojeo. He sentido siempre el asco de la gente hacia mí y lo he interiorizado hasta convertirlo en mío. He dejado de salir de casa, no me he dejado conocer por gente con la que podría haber cuadrado, he dejado de follar y hasta de autoestimularme o mirarme al espejo. El día que un psiquiatra me dijo que mi problema se llamaba trastorno de dismorfia corporal me lo creí sin pensar más y comencé un tratamiento farmacológico que no me hizo sentir mejor”. Así empieza a contarme su historia Sara, de 31 años.

“La violencia hacia mi cuerpo es parte de mi vida. Me han insultado abiertamente por como encarno mi existencia, por mi lorzas, por mi forma, por mi manera de moverme. Eso sí, siempre me dicen que soy guapa de cara. Como si ese fuera mi salvavidas para poder estar en el mundo, tener una cara guapa es mi última oportunidad”. Y es que que con tanto machaque acabamos rebuscando en los cajones, de manera automática, para ver si encontramos algo que cuadre con la norma, con lo que nos puedan validar los demás, como si existir no fuera suficiente para poder formar parte del mundo de forma legítima.

Es inevitable que nos preguntemos cuáles son los dispositivos de poder que han construido esta idea, este discurso y estas creencias de los cuerpos que entran en el molde y los que no. “Siempre pensé que era una clase defectuosa de persona y que no podía a optar a lo mismo que las chicas que yo sentía que eran normales hasta que me politicé” continua Sara.

“Ha sido un proceso larguísimo el de sanación psicológica, a través de la psicoterapia, pero sobre todo a través de la política y el activismo gordo, un proceso de dejarme acompañar por amigas que me han enseñado que todos los cuerpos son válidos. He tenido que comprender cuales son las construcciones sociales que me han llevado a pensar mi cuerpo como un enemigo, como algo abyecto, para poco a poco ir deshaciendo esos enredos que no me dejaban vivirme desde el deseo y el placer”.

En toda esta movida del secuestro del cuerpo las personas socializadas como mujeres hemos salido sistemáticamente mal paradas. Hemos crecido siendo objetos de mirada, de deseo y de crítica, objetos al fin y al cabo, no sujetos. A un objeto se le niega la voluntad y la identidad propia si no es a través de la mirada de un otro, es el otro el que le da sentido.

Recuerdo cuando me empezaron a crecer las tetas y las caderas y de repente la mirada de los señores se posó sobre mi cuerpo, recuerdo esa sensación incómoda de ser observada y no entender muy bien por qué. Que tu cuerpo, convertido en objeto, sea observado y valorado por otros contínuamente genera sensación de alienación, de rapto. Porque los cuerpos no solo se observan, también se evalúan.

Tener un cuerpo no normativo como por ejemplo un cuerpo gordo es motivo de crítica y de juicios tipo “no te cuidas”, “eres vaga”, “no tienes control” o “no eres capaz de cuidar de ti misma”. Todos estos, “cuidarse”, hacer deporte o tener autocontrol, son valores de mercado en la sociedad capitalista por lo tanto no tenerlos va directamente asociado a una imagen de fracaso.

El cuerpo disciplinado es el único válido, aquí lo que realmente se valora es que te ejercites, te machaques para encajar en una norma que otro ha marcado, que hagas fitness, que te depiles y utilices cosméticos para mejorar tu apariencia, que te operes para eliminar tus “taras” y sobre todas las cosas: que hagas dieta. Porque no nos engañemos, a pocas mujeres conoceréis que no hayan hecho nunca una dieta. Vivimos con la constante idea de un cuerpo que vamos a alcanzar en un futuro, cuando seamos lo suficientemente disciplinadas, el que tenemos ahora no nos vale, lo invisibilizamos, lo sentimos como un lugar de paso.

Esta concepción del cuerpo no normativo como lugar de paso, lugar en el que no se puede o no se debe permanecer tiene unas consecuencias devastadoras para nuestro psiquismo. El otro día comentaba con una mujer en la consulta cómo las dos llevábamos toda la vida utilizando cojines para colocárnoslos en la barriga en lugar de en la espalda. Tapamos nuestra barriga aunque no haya nadie delante, la tapamos porque no queremos verla, no queremos sentirla.

Una sensación muy común de las personas con cuerpos secuestrados, ya estén diagnosticados de dismorfia corporal o no, es la de estar desconectadas del cuerpo. Tener un cuerpo que se vive como una condena es una sensación tan dolorosa que tendemos a disociarnos de él. Y cuando nos disociamos nos desconectamos también del deseo y de los placeres. “En mis peores épocas mi cuerpo me daba tanto asco que ni siquiera me corría, me producía rechazo mi propia imagen sexualizada, así que, casi sin querer, fui olvidándome de mi sexualidad hasta que me di cuenta de que llevaba meses sin tener un orgasmo”.

La activista Lucrecia Masson se pregunta en su texto El cuerpo como espacio de disidencia si es posible llevar a cabo una revuelta en el cuerpo, si es posible habitar el cuerpo como espacio de disidencia política, como un espacio de revolución: “Rebelión que, necesariamente, rechaza la frontera entre el cuerpo normal y el deforme, el cuerpo saludable y enfermo, el cuerpo válido e inválido”. Es muy urgente la construcción de un diálogo común y diverso, de nuevos imaginarios, de nuevas formas de belleza y de nuevos deseos que nos hagan sentir lo suficientemente libres como para salir del armario de la normatividad.

“El activismo gordo me ha ayudado a desearme, lo que sin duda me ha llevado a desear mucho más y mejor a otras personas, me ha ayudado a entender mi cuerpo como un lugar amable y aceptarlo como vulnerable. Me ha ayudado a valorar mi cuerpo como fuente de placeres”.

Amigas, un cuerpo no es más que la suma de sus posibilidades. Si has perdido tu cuerpo, colonizado, disciplinado y/o subordinado y ves que, evidentemente, el asunto no te funciona como a ti te gustaría, es que ha llegado la hora de pensar en la importancia de recuperarlo y reconocerlo, tal y como es, para poder gozar de él de una vez por todas.

Gracias a la generosidad de Sara por su historia.

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>Publicado originalmente en VICE



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